Autolavado Cabriel


  Él la vio acercarse con su auto verde oscuro como en tantas otras ocasiones. Siempre aparecía en los momentos más tranquilos de la semana, como si quisiera, no sólo evitar hacer cola, sino estar segura de que nadie le molestaría durante varias horas. Los domingos por la tarde eran sus favoritos, cuando el resto de la ciudad se adormecía esperando la llegada del lunes con el sonido de fondo del fútbol en la radio. Él no cerraba ni en esas ocasiones. Había aprendido pocas cosas de su padre, pero esa se le había quedado grabada. Ten siempre abierto. No cierres nunca, o casi nunca. No sabes cuándo puede aparecer un cliente, y además, qué otra cosa vas a hacer tú excepto estar aquí, entre estas cuatro paredes y el techo de uralita, inútil, que eres un inútil y un estúpido que dejaste que se te escapara aquella novia que podía haberte sacado de pobre. ¿Qué otra cosa podía hacer aparte de tener siempre abierto? Él, que era un inútil, y que ni siquiera había dejado que se escapara nadie, porque aquella novia se había ido ella sola y con razón, aburrida de aguantar fines de semana de prisión en aquella ciudad. El automóvil enfiló la entrada del autolavado y se saludaron con una inclinación de cabeza. Casi dos años de visitas no habían servido ni para un mínimo acercamiento. No sabía su nombre, ni de qué barrio era, y tan solo habían cruzado unas pocas palabras cuando ella comenzó a llevar el coche a su negocio. La conversación más larga que tuvieron fue también la más extraña, aquella en la que ella tuvo que explicarle qué quería realmente.

  Ella ni siquiera vivía en la ciudad. Muchos domingos por la tarde conducía varias horas hasta aquel túnel de lavado cuyo nombre había encontrado casualmente en internet algunos meses después del desastre. Al principio le sorprendió encontrarse con el nombre de aquel afluente, pero al descubrir que era precisamente un lavadero de coches, la coincidencia comenzó a tomar visos de broma pesada. El primer domingo que decidió acercarse se arrepintió justo antes de tomar la salida de la autopista que debía conducirle a aquella capital de provincias en la que nunca había puesto un pie. Pasó por delante de la entrada del negocio sin parar el coche y volvió a casa sola, como desde hacía ya demasiado tiempo. La siguiente vez que lo intentó se dio cuenta de que los domingos por la tarde casi nunca entraba nadie, aunque siempre estuviera abierto.

  Él asintió con la cabeza sin decir nada y puso el mecanismo en marcha. Dos horas si no viene nadie, le había dicho ella. No hacía falta mucho más. El primer día les costó un poco ponerse de acuerdo. No por el dinero, pues ella nunca puso ningún impedimento en pagar el precio que fuera, pero sí costó que él le entendiera. Llevaba quince años en el negocio, once desde que murió su padre, y nunca se había encontrado nada parecido. Había cliente raros, por supuesto. Recordaba hombres que pedían pasar hasta tres veces seguidas por el túnel de lavado porque con dos pasadas el coche no les quedaba suficientemente limpio. Benditos estúpidos les llamaba su padre, que seguro que al llegar a su casa discutían con la mujer porque tenían el trastero hecho unos zorros y los calzoncillos tirados por el pasillo, pero eso sí, su coche limpio como una patena, como Dios manda. Pero lo que ella le pidió hacía ya dos años no se lo había escuchado a nadie.

   Ella cerró los ojos en el momento en el que el coche empezó a moverse impulsado por el mecanismo. El ruido de los rodillos al comenzar a girar y a impactar en los cristales y la carrocería del coche le hacía siempre apretar los dientes hasta el borde mismo del dolor físico, y solo cuando notaba que todo el automóvil estaba rodeado del agua que caía torrencialmente se atrevía a abrir los ojos. Después de varias conversaciones e intentos fallidos había conseguido explicarle al dueño del autolavado que lo que quería era quedarse allí dentro todo el tiempo que pudiera. Dentro de aquel habitáculo oscuro, totalmente rodeada de agua y ruido y golpes. Bajo el agua. Como aquel domingo por la tarde después de caer hasta el río en el que se acababan de bañar los tres y del que solo ella saldría. Como en aquel bautismo de muerte en el que lo último que oyó fueron los gritos de su hijo elevándose sobre la voz del locutor deportivo que siempre les acompañaba al regresar del fin de semana.

  Cuando dos horas después los rodillos comenzaron a frenar y los chorros de agua limpia dibujaron surcos en los cristales del coche, la radio cantó un gol del Athletic en San Mamés.

(Tolosa)

Oscar Juan Martínez García

Segundo Premio de Relato Breve

V Certamen Literario Universidad Popular de Almansa