Cicatriz

   Nací a finales del invierno de 1938, pero ya no existo y no podéis verme. He desaparecido de la faz de mi cuadro, que era mi todo, mi tierra y mi mundo. Hubo quien decidió ocultarme de vuestros ojos y encubrirme y silenciarme, pero aquí tenéis mi historia, que nadie podrá ocultar, ni encubrir ni silenciar… Todo empezó con un crujido, un chasquido seco que descosió la mañana y deshilachó la tela que me acogería a partir de ese preciso instante. El convoy que se dirigía hacia el norte no pudo evitar pasar por el centro de Benicarló, y en una curva algo estrecha impactó con uno de los balcones, provocando que un atlante de piedra se desprendiera de la terraza y cayera sobre el cargamento pictórico. Mi padre fue aquel héroe tallado en la roca, y mi madre la casualidad que acuchilló el lienzo en el que habitaría desde entonces. Pese al contratiempo, seguimos viaje hacia el norte, siempre con la lámina brillante del Mediterráneo a nuestra derecha y las tenebrosas noticias de la guerra a nuestra izquierda, y así llegamos cerca de la frontera, donde fui atendida con paciente urgencia y recibí la forma que tendría el resto de mi existencia. El lejano sonido de las bombas y la guerra fue acercándose, sumiéndolo todo en el espeso silencio de la derrota, tras la que no tuvimos más opción que volver, los dos ya unidos para siempre, herida y carne, cicatriz y paño.

   Nací a finales del invierno de 1938, pero mi cuadro no. Él nació mucho antes. Hace dos siglos que su hermano y él fueron creados para celebrar el fin de otra guerra algo más larga, igual de estúpida y mucho más antigua. Fueron pintados y ofrecidos al rey hasta hacía poco ausente. Fueron concebidos por la misma mano aragonesa, caprichosa y brava que había registrado la guerra en líneas y manchas, en planchas y estampas. Al igual que él, al comenzar el asedio que acabó provocando mi nacimiento un siglo después, todos sus compañeros tuvieron que huir presas del pánico, pues a pesar de que creáis que pertenecen a una estirpe eterna, inmutable y ajena al devenir de vuestro mundo y vuestra realidad, os equivocáis. También las imágenes son capaces de sentir miedo y pavor, y eso se sintió entre estos muros durante aquellos meses. No lo creeréis, pero huyeron. Huyeron los héroes y dioses mitológicos, y las santas y santos, y los cristos y los espíritus santos, y los adanes y las evas, y las meninas y los pintores de cruz en pecho, y los orgullosos reyes sobre corceles, y los bufones y los borrachos, y las majas vestidas e incluso las desnudas huyeron, sin tiempo para vestirse. Todos huyeron. Y yo habría escapado si hubiera existido, pues también los fusilados y los fusiladores, los mamelucos y los presuntos patriotas lo hicieron, y con ellos hubiera ido yo, siempre unida a mi cuadro, que es mi todo, mi tierra y mi mundo.

   Nací a finales del invierno de 1938, pero todavía existo y podéis verme. No desaparecí totalmente de la faz de mi cuadro, que era mi todo, mi tierra y mi mundo. No es fácil silenciar a los muertos ni tapar las afrentas de una guerra, mucho menos si esa guerra es incivil como la que me provocó. No es sencillo cubrir de polvo los cadáveres de los hermanos y parientes y antiguos amigos, siempre intentando arañar la delgada capa de patria que los cubre, como tampoco lo es enterrar las heridas de un lienzo bajo un manto de pintura nueva, reluciente y falsa. La próxima vez que vengáis al Museo acercaos. No tengáis miedo de la cimitarra que me cubre ni del mameluco que la empuña. Dirigid vuestra mirada hacia la esquina superior izquierda del lienzo, buscad una posición cómoda desde la que la luz rasante ilumine la superficie brillante de la pintura, y voilá… Allí estaré, esperándoos. Aguardando vuestra mirada, gracias a la que renaceré de nuevo durante unos mágicos segundos en los cuales la cicatriz vencerá a la espada y la herida quebrará el acero… para poco después volver a las tinieblas más oscuras que puedan existir, a la noche más opaca que nadie pueda imaginar, al abandono más denso, al olvido. Os espero…

Coda

A finales de la Guerra Civil, varios cientos de obras maestras del Museo del Prado viajaron hacia Cataluña a través de Valencia con el fin de protegerlas del asedio franquista a la capital. Entre ellas se encontraba "La carga de los mamelucos" de Goya.

Al pasar por Benicarló un accidente dañó gravemente el lienzo provocando grandes cicatrices en la superficie de la tela. En 2008, y con motivo del segundo centenario del comienzo de la Guerra de Independencia, se restauraron las heridas que la huida del fascismo había provocado en el lienzo. Los restauradores integraron la capa pictórica, quien sabe si intentando silenciar totalmente la ofensa. Afortunadamente no lo consiguieron.
(Murat)

Oscar Martínez García

Tercer premio de relato corto

I Certamen Literario Universidad Popular de Almansa